El destino del Mundo

Dios creó nuestra historia y a ÉL nos debemos

lunes, 8 de mayo de 2017

Devoción Matutina Adultos | Dios no se agobia con nuestras súplicas

HAGAMOS EL ESFUERZO de elevar nuestro espíritu para que Dios nos conceda respirar la atmósfera del cielo. Podemos mantenernos tan cerca de Dios que en cualquier prueba inesperada, nuestros pensamientos se vuelvan hacia él tan naturalmente como la flor se vuelve hacia el sol.

Presenta a Dios tus necesidades, tristezas, gozos, preocupaciones y temores. No puedes incomodarlo ni agobiarlo. El que tiene contados los cabellos de tu cabeza no es indiferente a las necesidades de sus hijos, «porque el Señor está lleno de ternura y misericordia» (Sant. 5:11, NTV). Nuestra aflicciones conmueven su tierno corazón, especialmente cuando las compartimos con él. Llévale todo lo que confunde. No hay carga que resulte tan pesada que él no la pueda sobrellevar; pues él sostiene los mundos y rige el devenir del universo. Nada que de alguna manera afecte nuestra paz es tan pequeño que él no lo note. No hay en nuestra experiencia ningún episodio tan oculto que él no lo haya conocido, ni perplejidad tan grande que no la pueda solventar. Ninguna calamidad puede ocurrirle al más humilde de sus hijos, ninguna ansiedad puede asaltarlo, ningún gozo alegrarlo, ninguna oración sincera surgir de los labios sin que el Padre celestial lo perciba y sin que él se tome en ello un interés inmediato. Él «restaura a los abatidos y cubre con vendas sus heridas» (Sal. 147: 3, NVI). Las relaciones entre Dios y cada alma son tan especiales y únicas como si no hubiera habido otra alma de la que ocuparse ni por la cual entregar a su Hijo amado.

El Señor Jesús dijo: «En aquel día pedirán en mi nombre. Y no digo que voy a rogar por ustedes al Padre, ya que el Padre mismo los ama» (Juan 16: 26-27, NVI). «Yo los escogí a ustedes […]. Así el Padre les dará todo lo que le pidan en mi nombre» (Juan 15: 16, NVI). Orar en el nombre del Señor Jesús es más que hacer simplemente mención de su nombre al principio y al fin de la oración. Es orar con los sentimientos y el espíritu de él, creyendo en sus promesas, confiando en su gracia y haciendo sus obras.

Dios no pide a nadie que se vuelva ermitaño o monje, ni que se retire del mundo a fin de consagrarse a la adoración. La vida tiene que ser como la de Cristo, que estaba repartida entre la montaña y la multitud. Quien no hace nada más que orar, pronto dejará de hacerlo, o sus oraciones llegarán a ser una rutina formalista



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